Recientemente tuve ocasión de charlar con un importante intérprete acerca de las claves para conseguir que sus actuaciones por todo el mundo contaran con legiones de seguidores. Paradójicamente, y lejos de lo que pudiera parecer en un primer momento, su receta se fundamenta – comentaba lacónicamente- en una premisa bien sencilla: tan solo es necesario que la calidad artística media de sus actuaciones sea lo más alta posible. En estos tiempos en los que una a veces forzada y habitualmente vacía excelencia inunda el arco publicitario que los espectadores consumimos es especialmente importante que los grandes nos recuerden que los extremos, en la cultura como en la vida, suelen ser perniciosos. Y que solo la búsqueda continua y permanente de unos objetivos precisos, que pueden y deben fijarse altos, pero que tienen siempre que ser alcanzables y mensurables, es una de las piedras angulares de la gestión cultural.
Una obra de arte mantiene siempre un compromiso con el equilibrio de su estructura. Los modelos que la cultura griega legó al mundo occidental nos han enseñado que la proporción puede ser en muchos casos la clave de la emoción. Aplicando esta aritmética al ámbito cultural, la búsqueda del término medio, que tantas veces nos han querido hacer confundir con la mediocridad, es la que puede conducir a un crecimiento personal y consecuentemente social.
El adecuado equilibro de fuerzas que se compensan entre sí – feliz encuentro de nuevo entre arte y naturaleza – subyace en toda obra de arte que se precia de ser tal. El fascinante concepto entre matemático y filosófico de la media heredado de la antigüedad puede servirnos tal vez para trazar este camino. La formación de un público medio con un creciente criterio artístico medio permite sin duda una demanda creciente en calidad y rigor. Y ello sin olvidar que al talento está por todas partes: tan solo hay que buscarlo o, en la mayor parte de las ocasiones, tan solo no obstaculizar su desarrollo exponencial. De ahí la importancia de la coordinación en la planificación cultural en el espacio y en el tiempo.
En el mundo de la música que hemos dado en llamar clásica asistimos en los últimos años a una diminución lenta pero inexorable del público que tradicionalmente poblaba las salas de conciertos. Las administraciones públicas y los mecenas que cada año dedican grandes sumas de dinero a programar contemplan atónitos este éxodo y ven como su empeño no siempre se ve refrendado por la respuesta de un público que hasta ese momento era fiel, pero que en muchas ocasiones no se ha renovado. Existen sin embargo casos de éxito – especialmente en modelos centroeuropeos o norteamericanos, aunque también en nuestro país – que han sabido revertir este proceso, y que en cualquier caso han buscado fórmulas para frenarlo a tiempo, renovarse y así sobrevivir, y que en la práctica totalidad de los casos pasan por la formación de nuevos públicos.
El proceso de comunicación artística requiere diversos elementos: el creador, su obra, el intérprete – en el caso de las artes como la música, el teatro o el cine – y el receptor. El devenir histórico ha situado la media de los dos primeros en un nivel de excelencia indiscutible. Las escuelas, las universidades y los conservatorios se esfuerzan cada día por hacer lo propio con el tercero. ¿Sabremos hacer que el último eslabón de la cadena creativa, nuestro público, equilibre con su rigor y su buen criterio esta compleja balanza cultural?
[Publicado en el Diario de Ávila el 6 de Octubre de 2013.]