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Scarbo

Maurice Ravel (1875-1937) compuso su tríptico pianístico Gaspard de la nuit en 1908, sobre tres poemas en prosa de Aloysius Bertrand. Estrenado por Ricardo Viñes –el mismo pianista que hiciera lo propio con la Suite Iberia de Isaac Albéniz–, la obra constituye una de las cumbres del impresionismo pianístico francés, tanto por su deslumbrante paleta tímbrica  como por un virtuosismo técnico que, en la última de las piezas –titulada ScarboEscarabajo«)– alcanza cotas épicas.

Mi partitura de Scarbo, con las anotaciones de incontables horas de estudio.

Llevo estudiando esta obra más de veinte años y la semana pasada volví a colocarla en el atril. A pesar del paso del tiempo, sigue asaltándome cierta inquietud cuando, solo en casa por la noche, experimento en primera persona los cantos de sirena, la mortecina campana, o los diabólicos giros del diablillo nocturno que Bertrand describe en su poema:

¡Ay! ¡Cuántas veces lo vi y lo escuché, al duende, cuando a medianoche la luna brilla en el cielo como un escudo de plata sobre un fondo azul plagado de abejas doradas!

¡Cuántas veces lo escuché murmurar con su risa entre las sombras de mi cuarto, y rasgar con su uña las sábanas de mi cama!

¡Cuántas veces lo vi saltar al suelo, dar vueltas sobre un pie, rodar por toda la habitación como la moneda caída de la mesa de una bruja!

¿Creí entonces que había desaparecido? ¡El enano crecía entre la luna y yo, como el campanario de una iglesia vieja, con un cascabel de oro pendulando en su gorra sucia y arrugada!

Pero de pronto su cuerpo se azulaba, pálido como la cerámica de una bujía, su cara se ponía diáfana como la cera de las velas y, súbitamente, se apagaba.

Pues bien: hasta que la poesía.

Hace tres noches –y esto es rigurosamente cierto– escuché un leve crepitar procedente del baño junto a mi habitación. Somnoliento por el calor de la madrugada, me acerqué para comprobar que el sonido procedía del tubo del extractor del techo del baño. Se entreveían en su rejilla lo que parecían ser las negras patitas de algún insecto de cierta entidad, que posiblemente había caído desde el tejado hasta allí.

Como un servidor es poco amigo de la compañía de artrópodos en el seno del hogar, y ante la suposición de que se tratara de una cucaracha, preferí dejar al inquietante ser en esa su ubicación a la espera de que el paso del tiempo obrase lo que yo me sentía incapaz de hacer. Si bien mi inquietud iba en aumento al leer en Google que las cucarachas pueden vivir hasta un mes sin comida ni agua. Cielos.

Hoy, aprovechando la presencia de visita en casa, hemos accedido al baño, oportunamente pertrechados con un palo de escoba, para tratar –al menos yo– de consumar la heroicidad de afrontar pánicos atávicos. Retirada la rejilla, cual no sería mi perplejidad al encontrar allí, aún con un ligero hilo de vida, el scarbo de la foto, que pereció sin embargo tan pronto como fue rescatado de su prisión, o sea mi baño.

Esta noche tenía previsto darle otra vuelta a la sección central de la última de las piezas de Ravel. Lo haré armado, como siempre durante los últimos veinte años, de grandes dosis de paciencia y admiración. Pero seguramente esta vez también con un palo de escoba. Por si acaso.

Aquí, en una grabación del 8 de Febrero de 2011. Ya ha llovido…

100 años de la muerte de Debussy (I)

Con motivo del centenario de la muerte del compositor Claude Debussy en este 2018 comenzamos un pequeño ciclo para conocer mejor su música y el porqué de su relevancia en la Historia de la música. En esta ocasión nos acercamos a su música para piano, con la que creó un nuevo universo en un instrumento que parecía estar agotado en aquellos postreros años del siglo XIX.

Tan natural como el habla

Para que tú me oigas

mis palabras

se adelgazan a veces

como las huellas de las gaviotas en las playas

Pablo Neruda

 

Conocí a Carmen en septiembre de 1990. Mi profesora de piano hasta ese momento en el conservatorio marchaba a Madrid y quería dejarme en las mejores manos. Casi por casualidad, como ocurren las cosas realmente importantes de la vida, conocí así a una persona que cambiaría la mía para siempre. Mi incipiente gusto por la música, que ya había consignado Doña Lourdes en un boletín escolar de notas del año 84, me había llevado a matricularme en el conservatorio unos años atrás. Pero fue con Carmen Aguirre con quien pronto se convirtió en pasión. Y es que había algo en la forma de entender el piano en aquella mujer enjuta y de modos exquisitos –ya por entonces lamentablemente casi extintos– que resultaba tan cautivador como su propia forma de enseñar. Era en ella la música un don tan natural como el habla. Definitivamente, y a pesar de mis primitivas inclinaciones hacia la arquitectura –perdí una apuesta que aún hoy tengo pendiente saldar–, sentí la necesidad de experimentar aquella forma de vida: quería ser persona, músico, y pianista. En ese orden, gracias a ella.

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Un largo Segundo

El primer disco que tuve fue un obsequio por mi participación en un pequeño concurso organizado por una ya desaparecida marca de pianos. Junto a la obertura de Coriolano de Beethoven, y alguna otra pieza que no alcanzo a recordar, contenía el disco aquel el Segundo Concierto para Piano y Orquesta de Sergei Rachmaninoff. Recuerdo la fascinación que sentí al escuchar por primera vez, mientras contemplaba el violáceo paisaje crepuscular que ilustraba la carátula del disco, aquella poderosa música. Comenzaba entonces a despertarse en mí, tras cuatro años de estudios musicales, una inclinación cada vez más profunda por tratar de acometer las maravillas que siseaban vinilos como aquel. No podía dejar de reproducirlo una y otra vez –La flauta mágica de Mozart y el Tristán wagneriano fueron otras de mis obsesiones posteriores– mientras trataba de recorrer ilusionado el camino que podría, quizás, conducirme hasta allí. Tenía entonces doce años.

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Relecturas

Heinrich Neuhaus, maestro de maestros, pianista y pedagogo soviético fallecido en 1964, utiliza el siguiente símil en su celebrado libro El arte del piano para explicar la importancia de un buen método de trabajo. Dice Neuhaus que el estudio de una obra musical se asemeja a la elaboración de un guiso del cual nos dejan al cargo. Regularmente convendrá comprobar que el fuego que da calor a la olla está encendido y cumpliendo su ígneo cometido. Si por el contrario dejamos la llama desatendida y ésta se apaga, a nuestro regreso tendremos que volver a encenderla, y seguir esperando. Sólo la observancia permanente de la lumbre y el tiempo obrarán el milagro de la cocción, obtendremos nosotros nuestro sustento y no habremos perdido el día.

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