Archivo de la etiqueta: Cultura

La gran música y la industria cultural

Fechas propicias para acudir a conciertos son sin duda estas en las que nos encontramos. Ayer mismo la Orquesta Sinfónica de Ávila colmaba de nuevo nuestras expectativas con otra de esas pequeñas pero rutilantes victorias tan necesarias en el panorama musical actual. Un concierto que, como el resto de los que componen la Segunda Temporada Sinfónica y de Cámara de Lienzo Norte, mantuvo un complejo equilibrio entre la elección del repertorio, la solvencia técnica y musical de los intérpretes y, lo que es más importante, la búsqueda de la implicación del público en la construcción de una auténtica cultura musical alejada de lo pintoresco o lo anecdótico.

Ya en alguna ocasión he manifestado desde estas páginas mi opinión acerca de la importancia que tiene en una ciudad como la nuestra programar con responsabilidad, conociendo los intereses y las inquietudes del público, pero sobre todo unas necesidades y un alcance –a menudo no es el cuánto, sino el cómo– que no siempre son contemplados. Programar no es sencillo, ni barato. Pero es necesario para el crecimiento de la ciudad, tal es el de sus habitantes. Se hacen imprescindibles para ello coordinación –el solapamiento de conciertos dirigidos al mismo tipo de público, incluso de una misma entidad, es más frecuente de lo deseable–, inteligencia en la distribución de los recursos, y contacto permanente con artistas y agencias. Un evento artístico “de calidad” no lo es porque se publicite como tal, sino por la profesionalidad en su gestión y ejecución. Una profesionalidad cuyo resultado artístico el público sabrá refrendar, y abonar, si se le presenta con una asiduidad que le permita su adecuada ponderación. Solo así la industria cultural contribuirá al tejido productivo, particular empeño entre otros de un servidor.

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La rueda

25 años. Eso es lo que tardaría, dicen, una sola persona en transcribir, trabajando diez horas al día, toda la obra de Mozart. Se lo cuento con frecuencia a mis alumnos. Dado que el compositor murió con 35 años, podemos hacernos una idea de su capacidad creativa, ya que ni siquiera hemos incluído en la ecuación el tiempo que dedicó a concebir las piezas. Aunque todo apunta a que su incontenible torrente creativo fluía a la par que su pluma lo plasmaba en el pentagrama. Inaudito.

No parece probable que Mozart cobrara por horas. Tampoco que pudiera acogerse al convenio colectivo del gremio de compositores vieneses del momento. Más bien su producción obedecía generalmente al encargo de mecenas, y solo a veces precisamente a su propia incontinencia creativa. Quizás lo ingrato del régimen de autónomo de la época al que no le quedó otra que acogerse –tampoco parece, dicen las crónicas, que se caracterizara por la mesura en el gasto– pudo ser la causa de su paupérrimo entierro, que traía a esta misma columna hace algunas semanas.

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Programadores

En contra de lo que algunos parecen postular, la cultura no es esa especie de cajón de sastre en la que todo tiene cabida. Aunque es cierto que nuestra sed de conocimiento no debería tener límites, una adecuada planificación de los objetivos, procedimientos y resultados de cualquier programación cultural es fundamental para que ésta cumpla el importantísimo cometido social al que está llamada. La oferta cultural, como la educativa, debe ser fiel por ello a unos principios de objetividad, rigor y continuidad en el tiempo que permitan consolidar, en el largo proceso de formación de públicos –especialmente del más joven–, unos estándares definidos y reconocibles. De otro modo los mecenas, públicos pero también privados, se cuestionarán su cada día más necesaria aportación a este ámbito, y el respetable se verá abocado con toda probabilidad al desconcierto.

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Lección vienesa

Al atardecer del 6 de diciembre de 1791 el coche de caballos con los restos mortales de Wolfgang Amadeus Mozart cruzaba las puertas del cementerio vienés de St. Marx. Cuenta la tradición que los escasos alumnos y amigos que acompañaban al genio salzburgués, tras el funeral oficiado en la catedral de San Esteban, no pudieron seguir el ritmo del carruaje hasta las afueras de la ciudad, y que cuando por fin llegaron al cementerio el cuerpo del compositor había recibido ya sepultura en una tumba comunitaria. Se perdía de este modo para siempre el rastro del más grande creador musical, quizás el mayor genio de la historia de la humanidad. Hoy día un sencillo memorial recuerda el tesoro que encierra, en algún lugar de sus sagradas entrañas, el pequeño camposanto. A la sombra de un viaducto, rodeado de concesionarios de automóviles y modernas oficinas, el tiempo parece haberse detenido aquí a la hora precisa en la que la tierra abrazó el cuerpo sin vida de quien la dedicó enteramente a la música. Un poco más allá los restos de Beethoven, Schubert y Brahms reposan, esta vez perfectamente identificados, en el Zentralfriedhof de la capital austriaca.

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Violas

Es costumbre extendida entre los músicos contar chistes de violas. Se basan todos ellos en el habitual papel que este instrumento desempeña dentro de la familia orquestal de cuerda, no tan expuesto como el de los violines –situados habitualmente a la vanguardia melódica– ni tan contundente como el de los violoncelos, sustento de la base armónica. Y con permiso, claro está, de los contrabajos, también blanco frecuente de la chanza orquestal por su tamaño. Simpáticas anécdotas y sucedidos que, tamizados por el cordial sentido del humor de la plantilla orquestal, dan cuenta de las desventuras que supuestamente acompañan a estos sufridos instrumentistas en su desempeño. No se corten: una sencilla búsqueda en internet puede hacerles pasar un buen rato.

Tal costumbre nace sin embargo, como no puede ser de otro modo, de una profunda admiración por el papel del actor secundario. O de reparto, que dirían los cineastas. Todo el que ha tenido que ejercer alguna vez el liderazgo de un colectivo sabe bien que el éxito del conjunto –y para el que lo desee, o lo necesite, también el propio– solo es posible gracias al mérito de su equipo.

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Relecturas

Heinrich Neuhaus, maestro de maestros, pianista y pedagogo soviético fallecido en 1964, utiliza el siguiente símil en su celebrado libro El arte del piano para explicar la importancia de un buen método de trabajo. Dice Neuhaus que el estudio de una obra musical se asemeja a la elaboración de un guiso del cual nos dejan al cargo. Regularmente convendrá comprobar que el fuego que da calor a la olla está encendido y cumpliendo su ígneo cometido. Si por el contrario dejamos la llama desatendida y ésta se apaga, a nuestro regreso tendremos que volver a encenderla, y seguir esperando. Sólo la observancia permanente de la lumbre y el tiempo obrarán el milagro de la cocción, obtendremos nosotros nuestro sustento y no habremos perdido el día.

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Entrevista en «No es un día cualquiera» de RNE

El programa de Pepa Fernández del día 28 de septiembre de 2016 dedicó un espacio a hablar del Festival Internacional de Música Abvlensis y de algunos de los proyectos que desarrollamos en el Centro de Estudios Tomás Luis de Victoria. Con la intervención en directo de Alterum Cor de Valladolid, dirigido por Valentín Benavides.

En corto

Avilacine es uno de esos felices acontecimientos que marcan la diferencia entre lo vulgar y lo bien acabado. Un acertado producto, a medio camino entre lo lúdico y lo cultural, diseñado para el público, y no para mayor gloria del artista o promotor. Una propuesta sincera que, disfrazada de concurso, ha abarrotado de emociones las postreras horas de nuestra jornada y de certezas la Sala de Cámara de Lienzo Norte. Hay talento, creatividad, valor y futuro en el cine, como lo hay en tantos otros ámbitos del país. Hay motivos para el optimismo.

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Los dineros de la educación

El pasado viernes la Birmingham School’s Symphony Orchestra ofreció un magnífico concierto en el auditorio del Conservatorio Profesional de Música «Tomás Luis de Victoria» de Ávila interpretando, ante un entusiasta público de todas las edades, y con la complicidad de la orquesta del centro anfitrión, música de Humperdink, Weber y Rachmaninoff. Ochenta y cuatro músicos de entre 14 y 18 años que, de gira por España, recalaron en nuestra ciudad gracias a los contactos que el conservatorio de la capital mantiene con diferentes entidades e instituciones internacionales. En el programa de mano que se entregó al público los responsables de la orquesta explicaban que este tipo de giras buscan proporcionar la experiencia musical más auténtica para los más de 35.000 niños de unas 400 escuelas musicales de Birmingham, integrados en 70 conjuntos musicales, que abarca este proyecto orquestal. Y daban como muestra de las dimensiones del mismo –sin rubor, porque hablar de dinero, depende en qué casos, no es descortesía, sino más bien honroso argumento– la cifra de 90.000 euros en concepto de costes de su actual gira internacional.

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La palabra

Hubo un tiempo en que la palabra lo era todo. El origen de todo, el logos del Génesis. Era el tiempo en que un apretón de manos constituía la rúbrica de un compromiso inquebrantable, un gesto que durante siglos sirvió para mostrar que se iba desarmado y que, por tanto, nada malo podía esperarse del contrario. Para dotar de validez a un acuerdo ni siquiera el rito manual era necesario: cuando el convenio verbal era tenido por válido entre ambas partes ninguna otra orden o decreto podían alterarlo posteriormente sin un nuevo pacto. Se daba la palabra y eso bastaba.

La palabra de un hombre lo acompañaba toda su vida dignificando sus acciones, acrecentando su valía, y garantizando entre sus semejantes la perdurabilidad de las alianzas sobre las que construir el futuro. Sin embargo la misma palabra que, estampada en legajos y documentos, dio paso a la Historia comenzó a perder quizás desde ese preciso instante su hasta entonces incuestionable valor. Había comenzado el declive de la palabra dada en favor de la escrita. El papel poco a poco inundó todo. Nacieron los impresos, los formularios y las instancias. Proliferaron actas, escrituras y poderes. Se impusieron la firma, el cuño y la compulsa. El folio se convirtió en el supuesto garante de la honestidad propia.

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Saber entender

Esta semana se hacía público un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en el que se señalaba, entre otras cosas, que existen en nuestro país diez millones de adultos con un bajo nivel de rendimiento en comprensión lectora o matemáticas. Sin restarle importancia al asunto de las matemáticas – no estaría de más que entre tantas asignaturas contenidas en los currículos de nuestros alumnos alguien encontrara un hueco para enseñarles matemática aplicada, a hacer la declaración de la renta o a descifrar el recibo de la luz, por ejemplo – lo de la comprensión lectora tiene miga. Una cosa es saber leer y otra bien distinta saber entender. Basta tomar un periódico cualquiera y hacer la prueba pidiendo a varias personas que lean una misma noticia y después expliquen qué es lo que han leído. Seguramente cada uno de ellos diga una cosa distinta. En el caso de noticias con impactantes imágenes, o particularmente en el de los contenidos audiovisuales y televisivos, el margen de disparidad en la comprensión del fondo del mensaje puede ser aún mayor. Los lectores/espectadores creerán obtener posiblemente más indicios de la propia imagen que del texto o la locución que le acompaña. Una imagen puede valer más que mil palabras, pero si descartamos la comprensión de éstas el comunicador inexperto en el mejor de los casos, y el avispado propagandista en el peor, nos la puede colar.

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El tono

Cualquier buen comunicador sabe que tan importante como el mensaje es el tono. Mientras en la música el tono determina el carácter, el color, la esencia misma de la idea que se pretende transmitir – el do menor de la marcha fúnebre de la tercera sinfonía de Beethoven y el la mayor de la séptima son ejemplos de caracteres opuestos –, en el lenguaje verbal éste viene determinado por las palabras que utilizamos. El castellano es ciertamente un idioma rico en sinónimos. Pero los equivalentes absolutos no existen y dos palabras, por similar significado que encierren, contienen siempre matices distintos que justifican su propia coexistencia. El mismo motivo por el que en música no está todo escrito en do mayor y en la menor. ¿Qué sería de los lienzos de Tiziano sin esos intensos tonos de rojo y azul que dotan a sus personajes de una fuerza que las solas formas no serían capaces de alcanzar? También lo que los fisiólogos llaman tono muscular determina nuestra capacidad para movernos, para responder rápidamente a los estímulos y para realizar acciones concretas de un modo efectivo.

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This is TV

Quizás, en la reposada quietud de la noche del domingo, tras los fastos semanasanteros y las soleadas tardes primaverales que hemos disfrutado estos días pasados, dedique usted una parte de su tiempo a ver la televisión. Si es así puede que tenga la fortuna de toparse en el dial de su aparato con uno de los programas que a mi juicio está marcando la pauta de lo que debería ser la televisión pública. La 2, ese reducto que aún nos queda para refugiarnos de grandes hermanos y concursos tan sórdidos como absurdos, nos brinda cada domingo a eso de las once de la noche un regalo para los sentidos: el programa This is opera, en el que en poco menos de una hora el barítono Ramón Gener nos acompaña en un ameno recorrido por algunas de las más importantes óperas del repertorio. De momento ya hemos paseado por las calles de París para reecontrarnos con La Bohéme de Puccini y hemos buceado de su mano en los enigmas que encierra la magistral Turandot. También hemos descubierto la pasión y el drama de Carmen de Bizet, y hemos pasado de la sonrisa a la carcajada con El barbero de Sevilla de Rossini.

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…Con el sudor de tu frente

Hace unos días, en uno de esos programas de televisión en los que los reporteros se lanzan, cámara en ristre, a mostrarnos la excepcional normalidad de nuestro vecindario, la afamada cocinera Carme Ruscalleda ofrecía algunas de la claves que le han llevado a convertirse en la chef con más estrellas Michelín del mundo. Y quizás entre ellas la más importante. En un momento del reportaje la periodista le alaba que se le ilumina la cara al hablar de su trabajo. No sólo a ella: también algunos de los com-pinches de sus exquisiteces no esconden – y así lo confirman al ser consultados – el placer que para ellos supone trabajar allí.

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La audiencia nacional

Vaya, – pensará el lector – otro artículo sobre corrupción. No se preocupe, es domingo y no le amargaré el día con presuntos, imputados y resto de figuras jurídicas. Lo hacen ya otros con mucho más criterio que yo. Sí hablaré sin embargo sobre la otra audiencia nacional, la de todos nosotros, ávidos consumidores de lo que diariamente se vuelca en la indiscreta ventana de nuestro receptor televisivo.

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Cortos

Mientras escribía, escuchando minuciosamente la banda sonora que Ennio Morricone creara para la inolvidable Cinema Paradiso, los arreglos musicales destinados a ilustrar junto a mi amigo Jesús Plaus la entrega de premios de la tercera edición del festival de cortos Avilacine, me daba cuenta, una vez más, de que el talento está en todas partes. Lo está en la música de estas reconocidas obras maestras de la gran pantalla, pero también se encuentra – feliz descubrimiento para muchos de los que han abarrotado la sala de cámara de Lienzo Norte- en las breves piezas cinematográficas que durante una semana hemos tenido ocasión de disfrutar. Si un largometraje es como un extenso menú de cinco platos, estas pequeñas joyas audiovisuales bien podrían compararse a unos exquisitos pintxos que condensan en su reducido metraje la esencia de ese talento del que este país es tan proclive a disponer pero tan propenso a ignorar.

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El patrimonio musical

Es posible que el término patrimonio traiga a la mente del lector la imagen de pétreas edificaciones, suntuosos palacios, robustas iglesias, imponentes retablos, o cosas así. Patrimonio es, efectivamente, el rico tesoro que la historia nos ha dejado en la forma de estas joyas que nuestra responsabilidad nos obliga a mimar, adecentar y legar a las generaciones venideras. Pero el mismo término, y la misma responsabilidad, nos debería llamar también la atención sobre otra vertiente del mismo que, por menos visible, pasa más desapercibida: el patrimonio musical.

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Riesgos

Te sientas en la butaca. Las luces de la sala se atenúan. Toses, resuellos, móviles que se apagan emitiendo toda suerte de musiquillas. Por fín, el silencio. Y tras unos segundos, el arte. El intérprete, bajo la atenta mirada del público, desnuda su alma sobre un texto que una brillante sensibilidad creadora parió un bendito día. El arte sin embargo tiene sus riesgos, aunque éstos no son un inconveniente sino, a mi modo de ver, una necesidad. El público acude a la sala asumiendo el riesgo de que lo que va a presenciar no cubra sus expectativas, porque tal vez las rebase. El intérprete hace lo propio ofreciendo una manera de recrear la obra desde la subjetividad de su punto de vista personal, que puede emocionar, o aburrir. Si estos riesgos no acontecen el hecho artístico se ve mermado hasta casi desaparecer. El riesgo dota de alma al arte. El artista recorre sinuosamente los límites, juega con ellos, ahora bordeándolos, ahora sobrepasándolos sutilmente, consiguiendo que lo que hasta ese momento era non plus ultra se convierta gracias a él en común deleite para los sentidos.

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¿Igualdad? No, gracias

Lo de que todos somos iguales es algo muy cuestionable. Por fortuna, nadie es igual que otro: ni las mujeres son iguales que los hombres, ni los jóvenes son iguales que los mayores, ni mi manera de pensar es igual que la de usted. Esta diferencia pasa por ser una de nuestras mayores virtudes, aunque a menudo puede verse doblegada ante el discurso social, político y mediático de nuestro entorno.

La diversidad es la base de nuestra evolución. La variedad de opiniones, argumentos y posturas es el motor del progreso. Sin embargo, el atávico miedo a lo diferente, nuestra innata hostilidad hacia lo que no conocemos, frena a menudo nuestro desarrollo personal y social. Aunque confundir la necesaria capacidad de integración y coexistencia de todas estas realidades con la homogeneización cultural es un enorme error de consecuencias catastróficas a medio y largo plazo.

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La falacia de la gratuidad

La palabra gratis, procedente del latín gracia, viene a definirse como lo que se hace o da sin pago o compensación alguna a cambio. En estos tiempos de rebajas, ofertas y descuentos, el vocablo ha pasado a convertirse en el mejor reclamo publicitario. Sin embargo el concepto no está exento, si uno lo piensa detenidamente, de matices mucho menos atractivos.

Durante los años de bonanza —cuando ataban a los perros con longaniza, como suele decir mi padre— muchos trataron de convencernos de las virtudes de lo gratis: no discrimina a nadie, es cierto, pero deja en un magnífico lugar al que lo oferta, y lo que es más relevante para él, “engancha” al consumidor —léase votante— para el futuro. Nadie se preguntaba de dónde salía el dinero para pagar esta supuesta gratuidad, aunque en muchos casos era de nuestro propio bolsillo, como el tiempo se ha empeñado en demostrarnos.

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A vueltas con Victoria

Me van ustedes a perdonar, pero me veo en la obligación de retomar el asunto de la figura de Tomás Luis de Victoria – que no de Vitoria, como volví a leer ayer por ahí, sino abulensis -. Primero porque prefiero ser tildado de pesado que de irresponsable, y después porque pocas cosas más útiles se me ocurren para aportar a esta columna que reivindicarlo incansablemente una vez más para una ciudad tan necesitada de estímulos económicos. Y no crean que se trata de un tema baladí de afinidad profesional hacia un colega – más quisiera yo considerarme como tal -, sino más bien de un asunto de enorme trascendencia cultural, social y económica. De puro negocio, vamos, para el que aún no lea entre líneas.

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Adaptarse o morir

Esta semana se hacía público el Libro Blanco de la Música en España. Los autores del estudio indican que la música a través de internet constituye hoy día en nuestro país el 46% del negocio total, y que en 2012 la caída de los soportes tradicionales alcanzó un 77% respecto a hace diez años. Todo ello en un mercado que supone el 0,49% del producto interior bruto nacional.

Estas cifras nos deben hacer reflexionar sobre el cambio del modelo de distribución musical, y de como los mecanismos de adaptación al mercado son, aunque a muchos les pese, indispensables para el ámbito cultural al igual que lo son para el resto de sectores productivos. Siempre he defendido que una de las inteligencias más prácticas es la capacidad de adaptación al medio, y en este caso no lo es menos. Así lo han entendido todos los que han propiciado la creación de modelos alternativos, como el crowfunding, que a partir de pequeñas inversiones de particulares propicia proyectos que a su vez solo fructifican si se alcanza una inversión mínima, esto es, si interesan lo suficiente al público.

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Reivindicando la belleza

Hace unos días asistí a la proyección de la última película de David Trueba, titulada Vivir es fácil con los ojos cerrados. No haré aquí una crítica de la película porque no soy experto en cine, pero sí me gustaría compartir con el lector las sensaciones que para el público creo que busca transmitir – en mi caso con éxito – la cinta. La historia no tiene mayores pretensiones, pero es la naturalidad con que los personajes la relatan, la sencillez y el optimismo que trasluce todo el film, lo que le deja a uno esa sensación de haber saboreado una auténtica obra de arte con guarnición de palomitas.

Que nadie piense que el arte conmueve solo ocultos rincones – un neurofisiólogo podría describirlo seguramente mucho mejor que yo – en la psique de unos pocos elegidos. Las interminables colas en los grandes museos son un buen ejemplo. Ahora bien: solo en un entorno propicio puede éste transmitir la emoción que encierra. Iría aún más allá, afirmando que el arte tiene la capacidad de transformar la realidad, situándola en un punto mucho más cercano a la auténtica naturaleza humana. Sea como fuere, en entornos afines u otros más hostiles, el papel del arte en una sociedad sana es de capital importancia.

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Geometría cultural

Recientemente tuve ocasión de charlar con un importante intérprete acerca de las claves para conseguir que sus actuaciones por todo el mundo contaran con legiones de seguidores. Paradójicamente, y lejos de lo que pudiera parecer en un primer momento, su receta se fundamenta – comentaba lacónicamente- en una premisa bien sencilla: tan solo es necesario que la calidad artística media de sus actuaciones sea lo más alta posible. En estos tiempos en los que una a veces forzada y habitualmente vacía excelencia inunda el arco publicitario que los espectadores consumimos es especialmente importante que los grandes nos recuerden que los extremos, en la cultura como en la vida, suelen ser perniciosos. Y que solo la búsqueda continua y permanente de unos objetivos precisos, que pueden y deben fijarse altos, pero que tienen siempre que ser alcanzables y mensurables, es una de las piedras angulares de la gestión cultural.

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