Tan natural como el habla

Para que tú me oigas

mis palabras

se adelgazan a veces

como las huellas de las gaviotas en las playas

Pablo Neruda

 

Conocí a Carmen en septiembre de 1990. Mi profesora de piano hasta ese momento en el conservatorio marchaba a Madrid y quería dejarme en las mejores manos. Casi por casualidad, como ocurren las cosas realmente importantes de la vida, conocí así a una persona que cambiaría la mía para siempre. Mi incipiente gusto por la música, que ya había consignado Doña Lourdes en un boletín escolar de notas del año 84, me había llevado a matricularme en el conservatorio unos años atrás. Pero fue con Carmen Aguirre con quien pronto se convirtió en pasión. Y es que había algo en la forma de entender el piano en aquella mujer enjuta y de modos exquisitos –ya por entonces lamentablemente casi extintos– que resultaba tan cautivador como su propia forma de enseñar. Era en ella la música un don tan natural como el habla. Definitivamente, y a pesar de mis primitivas inclinaciones hacia la arquitectura –perdí una apuesta que aún hoy tengo pendiente saldar–, sentí la necesidad de experimentar aquella forma de vida: quería ser persona, músico, y pianista. En ese orden, gracias a ella.

Pronto Carmen Aguirre marcharía a Alcalá de Henares a continuar su magisterio y me ofreció acudir cada semana a clase a Madrid. Comenzaron así los interminables viajes sabatinos a aquella casa de la calle Villanueva en la que conocí a tantos compañeros, hoy pianistas, compositores, profesores, amigos. Los pianos, los cuadros que adornaban las paredes, las partituras que poblaban los estantes: todo lo que aquella casa atesoraba la convertía en una suerte de templo en el que, aun sin saberlo, recibíamos bendiciones en forma de humanidad, disciplina y amor por la música. Los que tuvimos la fortuna de pasar durante aquellos años por allí compartimos estos días el recuerdo del trato exquisito, el trabajo riguroso y el afecto cariñoso de Carmen, y de como las audiciones que, como si de un salón romántico se tratara, realizábamos un par de veces al año acentuaban cada vez más un aprecio casi reverencial por la música y el piano.

Recuerdo las interminables noches en la cocina, camino de mis clases en Murcia para continuar estudios superiores, escuchando hasta la madrugada con quirúrgica atención –mientras se enfriaba algo más de la cuenta la mítica tortilla de patatas– grabaciones antiguas, en casetes y vinilos de tan infame calidad sonora como incalculable valía artística. Todos los grandes desfilaron frente a mis oídos. Y todo lo grande ante mi alma: conocí de la mano de Carmen el respeto, el trabajo, la honestidad y la libertad.

Como para los Chopin, Bach, Schumann o Brahms, también para nosotros pasaron los años. Carmen se instaló en Navacerrada, y las cosas comenzaron a no ser fáciles para ella. Quizás por ello –citanto a Neruda, a quien por cierto también ella me descubrió– nos forjó como a un arma. Las clases, sus alumnos y el piano fuimos cada vez más el epicentro de su vida. Hace unos días nos dejó. Hoy seguramente mantendrá inefables pláticas sobre el fraseo de la línea melódica con Mozart y Chopin. Con ellos, con los grandes.

Gracias, Carmen Aguirre.

 

[Publicado en el Diario de Ávila el 19 de Noviembre de 2017]

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