Ni un minuto de más

Sobrecogidos aún por los recientes atentados de Bruselas, y tras las abundantes reacciones de condena al terrorismo y de apoyo a las víctimas a las que todos nos hemos adherido, quizás pueda resultarnos útil reflexionar hoy con algo más de calma para extraer algunas conclusiones que puedan ayudarnos a cerrar heridas y a arrojar algo de luz en el tortuoso camino hacia la erradicación de conductas tan execrables como incomprensibles a los ojos del occidental medio. Este análisis nos llevaría casi con total seguridad a transitar, como casi siempre, por la senda de la recuperación del humanismo como eje vertebrador de una sociedad desarrollada, sobre el ansia de poder y los objetivos económicos que al fin y a la postre subyacen también en el terrorismo. Sólo desde el aprecio a la persona se puede valorar la vida: la propia y la ajena.

A nadie se nos escapa que estos terroristas necesitan de medios para perpetrar sus crímenes. Las armas, la formación y el necesario apoyo logístico son tres de los frentes en los que dar la batalla. Países como Yemen, Iraq o Siria son hoy, también por acción u omisión de terceros, reconocidos caladeros yihadistas. El tráfico de armas es otra de las fuentes de las que se nutre el terror. En todos estos casos es mucho lo que los servicios de inteligencia de todo el mundo vienen haciendo durante los últimos quince años. Sin embargo, un golpe de mano en origen, contundente, proporcionado y firme en el ámbito político, fundamentado sobre la unidad reclamada –casi manida– los pasados días por los principales líderes europeos contribuiría sustancialmente a atajar el problema en su raíz.

En está batalla global existen también otras herramientas que, utilizadas con inteligencia, pueden poner a la barbarie terrorista frente al espejo de sí misma. Una de ellas es precisamente no regalar ni un solo minuto de publicidad a los terroristas. Ellos saben bien que la visibilidad a medio y largo plazo de sus acciones es un arma mucho más poderosa que el instantáneo poder destructivo de las bombas: conviene que nosotros no caigamos en su trampa y seamos plenamente conscientes de ello. Los periodistas deben ejercer por eso su obligación libre pero responsablemente, ateniéndose a un estricto código deontológico que establezca con claridad meridiana dónde termina la noticia y dónde empieza el sensacionalismo. Resulta tan fácil caer en las redes del morbo de las imágenes espeluznantes y el relato conmovedor –soez apelación en estos asuntos a nuestros más atávicos instintos– que, obviando el respeto a la dignidad, perdemos a veces la entereza ante el oprobio. El cuarto poder debe mostrar en este asunto, más que en ningún otro, la misma firmeza que gobiernos, legisladores y jueces.

 

[Publicado en el Diario de Ávila el 27 de Marzo de 2016.]

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