La palabra

Hubo un tiempo en que la palabra lo era todo. El origen de todo, el logos del Génesis. Era el tiempo en que un apretón de manos constituía la rúbrica de un compromiso inquebrantable, un gesto que durante siglos sirvió para mostrar que se iba desarmado y que, por tanto, nada malo podía esperarse del contrario. Para dotar de validez a un acuerdo ni siquiera el rito manual era necesario: cuando el convenio verbal era tenido por válido entre ambas partes ninguna otra orden o decreto podían alterarlo posteriormente sin un nuevo pacto. Se daba la palabra y eso bastaba.

La palabra de un hombre lo acompañaba toda su vida dignificando sus acciones, acrecentando su valía, y garantizando entre sus semejantes la perdurabilidad de las alianzas sobre las que construir el futuro. Sin embargo la misma palabra que, estampada en legajos y documentos, dio paso a la Historia comenzó a perder quizás desde ese preciso instante su hasta entonces incuestionable valor. Había comenzado el declive de la palabra dada en favor de la escrita. El papel poco a poco inundó todo. Nacieron los impresos, los formularios y las instancias. Proliferaron actas, escrituras y poderes. Se impusieron la firma, el cuño y la compulsa. El folio se convirtió en el supuesto garante de la honestidad propia.

Pero pasó el tiempo y la palabra de avalistas, notarios, y albaceas fue también perdiendo su peso. Llegamos así a nuestros días. España es hoy un inmenso juzgado donde algunos hipócritas tratan de defender que sus palabras, las escritas y por supuesto las dadas, no fueron tales. Peritos, jueces y fiscales se afanan en desbrozar semejante embrollo dialéctico, aportando a su vez la consecuente retahíla de sentencias y dictámenes abocados a veces a morir ahogados de nuevo en el agua de borrajas de las palabras inanes.

Este desolador panorama debe hacernos recapacitar acerca de los fundamentos éticos imprescindibles en un estado de derecho. De nada servirán las leyes si no se cumplen, pero difícilmente se cumplirán si no se nos educa para hacerlo. Aunque nos empeñemos en poner la valla cada vez más alta, siempre habrá quien encuentre – es solo cuestión de tiempo – la forma de saltarla, rodearla o tirarla abajo. La educación será, de nuevo y como lo fue siempre, la más poderosa herramienta para devolver a la palabra el valor que nunca debió perder. El valor de todo lo que puede ser nombrado: lo mejor y lo peor. El valor de la palabra dada que como tal permite, en un acto de suprema lealtad, decir por boca de otro las mismas verdades que diríamos por la propia.

[Publicado en el Diario de Ávila el 14 de Febrero de 2016.]

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