Por arte de magia

Hoy celebramos la festividad de San Juan Bosco. Don Bosco, como comúnmente se le conoce, debido quizás a su relevante faceta como educador de jóvenes en la Italia de mediados del siglo XIX. Este sacerdote y escritor es sin embargo menos conocido por ser el patrón, entre otros, de magos e ilusionistas. Parece ser que las mismas dotes de observación y el talento pedagógico que mostró para llegar a los jóvenes le sirvió también para sorprender a propios y extraños con su talento prestidigitador. Esta tarde un buen grupo de magos celebrarán a su patrón en el Auditorio de San Francisco en una gala que no deben perderse.

No esconderé que una de mis aficiones desde bien pequeño es la de la magia. Y aunque hoy mi prestidigitación va más por los derroteros del teclado – con los mismos fines en esencia, dicho sea de paso –, siempre me ha fascinado esa extraña sensación entre el desconcierto y la curiosidad que nos provoca presenciar lo que no alcanzamos a comprender. Allí mismo, delante de nuestras propias narices, el ilusionista consigue evadirnos por un momento de una realidad que creíamos amarrada e inmutable. En las talentosas manos del prestidigitador el espacio euclídeo deja de serlo, el tiempo ya no corre hacia delante, y lo tangible se desvanece. La teoría de la relatividad no tiene nada que hacer aquí: lo previsible deja de ser lo cierto y la evidencia se esfuma en cuestión de segundos. El mago nos devuelve a nuestra niñez al despojarnos así de la pretendida utilidad de todos nuestros saberes y prejuicios. Pone en plano de igualdad a toda su boquiabierta audiencia ante una realidad que solo él domina y maneja, regalándola – lo contrario es cosa de trileros y estafadores que carecen de nuestro interés y lo deberían de nuestro respeto – amablemente para nuestro particular solaz. Nunca entendí por ello a los que se obstinan en buscar innecesaria explicación a lo concebido para ser inexplicable, a los que aseguran que la magia no existe y denominan truco a lo que los libros de magia llaman acertadamente efecto. Sería como aseverar que la música no puede conmover porque sale de una simple cuerda, o que la Pietá de Miguel Ángel no es más que un burdo bloque de piedra. El truco en todos los casos no es otra cosa que el empeño del artista – tal es el auténtico ilusionista – por conseguir, tras incontables horas de trabajo, que lo trivial se convierta en trascendente. Aunque a veces el sabio señale la luna y el necio se quede mirando el dedo.

En ocasiones puntuales he tenido ocasión de presentar alguno que otro de estos efectos ante el público. Quizás un día tenga tiempo para preparar un número pianístico-cartomágico. No prometo nada. Pero sí recuerdo con agrado cómo en una función del colegio hace ya unos cuantos años, ante trescientos de mis compañeros, conseguí hacer aparecer, por ejemplo, cuatro bolas de una sola. O más recientemente, en alguna reunión de amigos, voltear misteriosamente la carta elegida por un espectador dentro de una baraja invisible que en mis manos dejaba de serlo. Lo mejor del asunto es que en todos los casos el primer sorprendido era yo. Porque, si no creo en lo que hago ¿cómo haré que los demás lo crean? En tiempos de búsqueda de certezas no está de más devolvernos a nosotros mismos la capacidad de sorprendernos. No hablo de dejarnos engañar en manos de embaucadores que venden recetas milagrosas para la solución a todos nuestros problemas, sino de recuperar lo que cuando éramos niños nos hacía invulnerables: nuestra ilusión.

[Publicado en el Diario de Ávila el 31 de Enero de 2016.]

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