La ñapa

Una ñapa (del quechua yapa ‘ayuda, aumento’) es en América latina una añadidura. Por extensión también lo es en España, aunque con un matiz más de ‘apaño’ o ‘arreglo temporal’. Esta caducidad intrínseca a la ñapa tiende sin embargo a perderse, como suele ocurrir también en la propia evolución etimológica, perpetuándose en el tiempo, bien porque algunos consideran que si alguien se tomó la molestia de colocarla allí por algo sería, bien porque nos hemos acostumbrado a convivir con ella. Pero ñapa nació y ñapa se queda.

Los antiguos no encontraron la necesidad del término. Sus proyectos, obras e intereses tendían a perdurar en el tiempo. Ahí siguen las pinturas rupestres, las pirámides, los acueductos, las catedrales. También siguen ahí el derecho romano, la filosofía de Platón, Aristóteles, Kant o Hegel. Más cercanas en el tiempo perduran también las obras de Mozart, Beethoven y Debussy, los textos de Cervantes, Shakespeare y Lope de Vega, las pinturas de Matisse, El Greco y Monet. Es curioso comprobar sin embargo que en la mayor parte de los casos no fue necesariamente intencionada la búsqueda de la permanencia de estas producciones del ser humano. Simplemente nacían de una necesidad vital, externa o interna, de un colectivo o de un individuo, de crear, progresar, avanzar.

Todos hemos oído hablar de la obsolescencia programada, esto es, la intencionalidad de convertir en obsoleto algo en un período de tiempo calculado y previamente establecido. Y aunque pueda ésta ser cuestionada por algunos como maniobra comercial interesada, más cuestionable aún debería ser a mi juicio la obsolescencia prematura, ni tan siquiera intencionada, la que no es más que el fruto de la incapacidad para llevar a término proyectos a largo plazo. Todo buen músico sabe de la importancia del uso de los tiempos adecuados, de la amplitud del fraseo. La visión de conjunto, la altura de miras, es sin embargo una costumbre lamentablemente poco extendida en otros campos de la vida. Cuando algo no funciona tendemos a considerarlo inútil, sin pararnos a pensar que quizás los inútiles somos nosotros por no haber sabido hacerlo funcionar. Si un determinado proyecto económico, social o político no alcanza los objetivos que se marca pronto se alzan las voces que claman su reforma, su derogación, o su eliminación. Convendría preguntarse antes si se han agotado todas las vías para su óptimo funcionamiento, si se han seguido todas las premisas que se contemplaron en su génesis. Somos las personas las que determinamos el éxito de los proyectos: de poco sirve un buen proyecto en las manos inadecuadas. Hoy decidimos en manos de quien ponemos esos proyectos. De ellos, pero sobre todo de nosotros, dependerá que no se trate de una ñapa.

[Publicado en el Diario de Ávila el 20 de Diciembre de 2015.]

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