La lección

Como cada semana, el alumno llega puntualmente al aula. Tras colgar descuidadamente el abrigo en la percha del fondo se dirige con paso firme al piano de cola con la partitura entre las manos para presentar en clase el punto en el que se encuentra la sonata de Franz Joseph Haydn en la que hemos estado trabajando durante las últimas semanas. Ajusta cuidadosamente la altura de la banqueta y escudriña brevemente la partitura en el atril. Se trata del primer movimiento de una sonata, un Allegro Moderato en Si bemol mayor que, a pesar de no aparentar una excesiva dificultad técnica a los ojos de muchos – los grandes maestros son así –, requiere sin embargo de grandes dosis de paciencia, constancia y disciplina para conseguir arrancar del papel las caprichosas sutilezas rítmicas, melódicas y armónicas de la composición.

Comienza a tocar. La mirada fija en la partitura, en un destacable ejercicio de concentración para un muchacho de apenas doce años. La dificultad de la obra le asalta sin embargo en numerosos recodos de la composición, provocándole trompicones en varios de los compases, enganchones en diversas cadencias, y más de un problema en algunos pasajes ciertamente incómodos. Su rostro se va endureciendo poco a poco, consciente de que lo que está presentando ante su profesor no es lo que él esperaba – en casa me salía–. Finalizado el movimiento, retira las manos del piano mientras dirige su mirada al suelo. El profesor, con voz pausada pero firme, consciente del enorme talento que tiene ante sí, pero también de la responsabilidad que precisamente por ello debe ejercer, le indica que quizás por el tiempo que llevan trabajando la pieza el resultado podría ser mejor. Desde la banqueta, el muchacho apenas puede reprimir una lágrima mientras lucha a duras penas contra la impotencia de no haber podido transmitir en ese preciso momento las muchas horas de trabajo que ha dedicado durante la semana a desentrañar los entresijos de la obra, a tratar de poner en los dedos lo que tiene en la cabeza. Ciertamente: en cada frase, en cada tema, en cada sección, el profesor ha podido escuchar claramente la inmensa imaginación de este jovencito, el sutil oído que le mueve a buscar aquí y allá – con mayor o menor éxito, es verdad, pero con un empeño que ya quisieran muchos – sutiles fluctuaciones en el sonido, en el ritmo, que se ajusten a lo que él anhela en su ideario. Como si tratase de explicar con sus propias palabras un maravilloso texto que comprende en su integridad, que hace propio, pero que está escrito en un lenguaje que aún se le antoja algo ajeno. Quizás seamos nosotros los que no alcanzamos a vislumbrar lo que él tiene en su cabeza.

Esta escena, que como habrán podido suponer por los detalles he tenido la fortuna de vivir en primera persona esta misma semana, podría sin embargo tener lugar en cualquier aula de cualquier conservatorio o clase de música, pintura, escultura o literatura del país. Porque el talento está por todas partes. El de unos jóvenes que se esfuerzan por sacar adelante los proyectos en los que creen, en un ejercicio de responsabilidad que constituye una auténtica lección para los que somos un poco – solo un poco – más mayores. Les confieso que fui yo el que me sentí emocionado al final de la clase ante la lección de orgullo de aquel jovencito, que se empeñaba en coronar la cumbre de la sonata costase lo que costase y que, estoy convencido, alcanzará cualquier meta que se marque en la vida. ¿He dicho ya que adoro mi trabajo?

[Publicado en el Diario de Ávila el 25 de Octubre de 2015.]

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