Derechos y deberes

Cuando se pone a buscar definiciones del concepto de derecho se encuentra uno – como casi siempre que se indaga en una cuestión más allá del mero conocimiento parcial del tema – con la grata sorpresa de la riqueza del término. Hay un derecho objetivo, que todos convenimos en definir como el conjunto de leyes y normas por el que nos regimos en sociedad. Y existe también un derecho subjetivo, que habilita a cada uno de los ciudadanos para defender la legitimidad de sus propios principios. Aunque la inmensa mayoría de nosotros no somos juristas no se nos escapa que quizás esta complejidad del concepto ha devenido con el tiempo en la merma de su auténtico significado. Actualmente tendemos a erigirnos en airados acreedores de derechos, olvidando con frecuencia que los derechos de unos terminan donde empiezan los de los otros. Así, de la necesidad de mutuo entendimiento, nace la Némesis – diosa de la solidaridad y del equilibro en la mitología griega – del derecho: el deber. De éste se habla mucho menos, ya sea porque nuestros jueces estudian precisamente Derecho, porque para el legislador resulta más amable obsequiar derechos que demandar obligaciones, o simplemente porque el ejercicio de nuestros derechos implica habitualmente la acción de otros mientras que el de nuestros deberes implica la propia, y eso da mucho más trabajo.

La aplicación del derecho postulado en la antigüedad romana conllevaría pues desde este punto de vista actividad, movimiento, acción. Pero no solo saliendo a la calle megáfono en mano, cumplimentando docenas de hojas de reclamación, o inundando los registros judiciales con demandas – que también, cuando es pertinente –, sino sobre todo en el ordinario cumplimiento de las normas, consensuadas y comúnmente aceptadas, de las que somos objeto. La ruptura unilateral de un acuerdo, amparándose en derechos que ya se negociaron precisamente para alcanzarlo, supone también la ruptura del deseable equilibrio social. Al fin y al cabo mi derecho constituye la obligación de otro: son dos caras de la misma moneda. Sólo si nos sentamos a encontrar el punto de equilibrio nuestra convivencia tendrá visos de éxito.

Resulta paradójico que buena parte del aparato burocrático del estado – leyes, personal, medios económicos y materiales – se emplee en tratar de castigar el incumplimiento por parte de algunos de sus respectivos deberes, mientras por otra parte se destinan cuantiosos recursos a defender su derecho a incumplirlos. Una cosa es, como atribuyen a Voltaire, no estar de acuerdo con alguien pero defender hasta la muerte su derecho a expresarse, y otra bien distinta exigir ante las cámaras al legislador que se dote de poderes para ejercer contundentemente contra estafadores, corruptos y sinvergüenzas, para después en privado amparar la aprobación de normativas que blindan estos comportamientos, a los que también se tiene derecho, por lo visto. Presunción de Inocencia Permanente Revisable, podríamos llamarlo en perífrasis de otros.

Queda pues fomentar la cultura del deber, que no es otra cosa precisamente que el ejercicio responsable del derecho. Revitalizar el aprecio por el cumplimiento de nuestras obligaciones, no como algo hostil, incómodo u oneroso, sino como uno de los más loables fines sociales, podría quizás contribuir a revertir un proceso por el que la reivindicación de derechos ha pasado a convertirse en algunos casos, fruto de la manipulación de unos pocos, en una pose más que en una necesidad.

[Publicado en el Diario de Ávila el 13 de Septiembre de 2015.]

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