La calidad está de moda. O mejor dicho, está de moda hablar de calidad. Contamos, por ejemplo, con una Ley de Calidad de la enseñanza, que se supone viene a cubrir las debilidades de normativas anteriores. Encontramos también reiteradas menciones en los medios de comunicación a la calidad de tal o cual actuación musical, publicación, exposición o proyección. Pero esta pertinaz insistencia en dotar de tal cualidad al sustantivo al que acompaña da a veces que pensar. En el caso de la educación, por ejemplo, la calidad, como el valor en el ruedo, se presupone. De hecho, no debería ser un fin en sí mismo, sino un vehículo para la obtención de resultados mucho más ambiciosos y valiosos, como son la formación humana de los alumnos, o su capacidad de juicio. En el caso de la cultura y del arte, los fines estéticos y humanísticos que se persiguen son alcanzables sólo si la calidad del producto artístico o cultural es suficiente. Podría incluso cuestionarse si la cultura o el arte de deficiente calidad son tales, ya que si las herramientas — tal es el artista, en el fondo— utilizadas para transmitir las emociones, los conceptos estéticos, y la propia filosofía que subyace en el arte y que lo dota de contenido no son las adecuadas, la dialéctica cultural y artística desaparecen.
El estudio de las diferentes disciplinas artísticas vela por que, a lo largo de años de dedicación, gracias al conocimiento de los complejos mecanismos comunicativos de las artes y de sus conceptos estéticos, y al dominio de una depurada técnica que elimine lo superfluo para centrarse en lo esencial, el auténtico artista consiga comunicar la obra de arte de forma efectiva. Todo músico, poeta, escritor, pintor o escultor que se precie de serlo conoce estos mecanismos, esta técnica, que no pretende otra cosa que facilitar al destinatario de la obra, al público, la aprehensión de este valiosísimo contenido, y por tanto su disfrute. Por eso el escenario o la sala de exposiciones no pueden ser nunca un fin en si mismos, sino tan solo el contexto para el hecho artístico, que va mucho más allá. Y de ahí también la importancia de elegir minuciosamente qué se debe ofrecer al público. En alguna otra ocasión he hablado del reto — y del compromiso profesional, en su caso — que supone para el programador de una sala de conciertos o de una temporada de ópera, por ejemplo, seleccionar qué ofrece, pero sobre todo qué no ofrece. Sabe bien que se la juega frente a un público exigente: la calidad no puede por ello ser un añadido, sino la esencia misma de lo programado. Es así como se forma un público riguroso, pero precisamente por ello fiel, colaborador y participativo. Y es así como la inversión en cultura se convierte en rentable.
En contra de lo que aparenta, y de los postulados defendidos por muchos, soy de la opinión de que la calidad en el arte es mucho más mensurable de lo que puede parecer a primera vista. Si no fuese así sería ciertamente difícil formar a músicos, pintores, o actores, sumidos todos, profesores y alumnos, en una suerte de caos de aleatoriedad creativa. Umberto Eco afirma en sus Confesiones de un joven novelista que las restricciones son fundamentales en cualquier contenido artístico. Por su parte, Igor Stravinsky dice en su Poética musical que cuanto más vigilado se halla el arte, más limitado y trabajado, más libre es. La democratización del arte y de la cultura no está exenta de riesgos. Por eso los responsables de las programaciones culturales tienen —tenemos— que ejercer con rigor la compleja tarea de hacer que la calidad no sea un mero adminículo que adorne una determinada propuesta cultural.
[Publicado en el Diario de Ávila el 22 de Marzo de 2015.]