La audiencia nacional

Vaya, – pensará el lector – otro artículo sobre corrupción. No se preocupe, es domingo y no le amargaré el día con presuntos, imputados y resto de figuras jurídicas. Lo hacen ya otros con mucho más criterio que yo. Sí hablaré sin embargo sobre la otra audiencia nacional, la de todos nosotros, ávidos consumidores de lo que diariamente se vuelca en la indiscreta ventana de nuestro receptor televisivo.

Siete día atrás tuvimos la oportunidad de escuchar en uno de los canales de la televisión pública la redifusión de la magistral ópera de Mozart “Las bodas de Fígaro”, en coproducción del Teatro Real de Madrid. Bravo! porque la ópera no es para unos pocos culturetasBravo! porque los precios del coliseo madrileño no están al alcance de todos los bolsillos. Ahora bien, con estos sencillos datos ya deducirá usted dos cosas: la primera, a qué canal de televisión me refiero, porque un domingo por la noche, ya se sabe, hay fútbol. La segunda, que la hora será un tanto intempestiva. Pues sí: a eso de las once de la noche arrancaba el primer acto de los cuatro que componen la trama. Más de tres horas de una música increíble que, convendrá conmigo, difícilmente podrán disfrutar quienes el lunes de buena mañana deben levantarse para hacer lo propio con el país. ¿Apuesta por la cultura? Depende.

Se plantea el debate de si los contenidos que ofrece una televisión pública – la privada, que está ahí para hacer dinero, es harina de otro costal – en horario de máxima audiencia debe ajustarse a lo que el público demanda o a lo que es considerado social y culturalmente relevante para la ciudadanía. Mi opinión es que ambas cosas son perfectamente compatibles, que la cultura no está reñida con el entretenimiento, y que el programador tiene ante sí un enorme reto que debe afrontar con responsabilidad. El ejercicio de esta labor requiere sin embargo audacia, valentía e imaginación. Vemos por ejemplo como los deportes gozan de una sección propia en los telediarios, con su cabecera y todo, con su propio espacio en los platós, y con una duración infinitamente mayor que la del resto de contenidos, incluídas las guerras de nuestros vecinos del este, las miserias de los del sur o las revueltas de los del oeste: todo ello bien apretadito cabe en el mismo tiempo que se tarda en explicar lo que un martes sin liga han hecho los clubes de fútbol del país. No digo yo que el fútbol no sea interesante, pero ¿qué es la actualidad?, ¿qué sucesos de los que acontecen a nuestro alrededor afectan realmente a nuestra vida, a nuestra bolsillo, a nuestro futuro? Un día incluso dedicaron casi diez minutos a hablar de un balón. Muy moderno, eso sí, y con los últimos avances científicos. Pero un balón, al fin y al cabo.

Otro buen ejemplo del poder omnímodo que tiene la televisión, y que bien encauzado podría conducir a formar criterios en horas y superar crisis en días, es la publicidad que se viene haciendo desde hace semanas sobre la reorganización de frecuencias para la TDT. Porque claro, si el armagedón televisivo le pilla a usted desprevenido puede verse sumido en una oscuridad mediática que le prive de seguir solazándose con Gran Hermano o Sálvame. Resulta ciertamente curioso que todo un cambio constitucional sobre el déficit público el pasado 2011, por ejemplo, no gozase del mismo tratatamiento mediático.

Una programación inteligente, con todo tipo de contenidos, pero con rigor en lo que se dice, cómo se dice, cuándo se dice, y quién lo dice, es una herramienta de ingente valor. Algunos bien lo saben; nos corresponde al resto demandar formatos atractivos para contenidos valiosos. La cultura dejará así de ser aburrida, si es que alguna vez lo fue.

 

[Publicado en el Diario de Ávila el 30 de Noviembre de 2014.]

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