Vamos tirando

Desde la perspectiva de un español resulta sorprendente lo integrada que está la cultura musical en Hungría. Lejos de ser como aquí un añadido pintoresco, incluso exótico, en el panorama educativo del país, forma parte de las prioridades que desde hace muchos años las administraciones magyares establecieron como componente fundamental de su cultura.

He tenido ocasión de pasar unos días en Budapest con la intención de tomar contacto, dentro de de las limitaciones propias de la duración de mi estancia, con algunas instituciones musicales de la capital húngara. La Academia Franz Liszt es, por ejemplo, una enseña de la formación musical del país. La reciente reforma de un edificio histórico por muchos motivos – fundada por el propio Liszt en 1875, en ella dieron clase Bela Bartok o Zoltan Kodaly, entre otros – ha fundido el esplendor de su art noveau con los más modernos medios. Algunos de los más importantes profesores de Europa forman allí a un nutrido grupo de alumnos, buena parte de ellos españoles, en un ambiente en el que el máximo de los rigores no está reñido con la cordialidad, y en el que la competencia se entiende más como auténtico anhelo por mejorar que como espíritu de lucha. Es el amor a la música lo que allí se enseña.

Pero no es la excelencia donde se fundamenta el éxito del modelo educativo musical húngaro. Todos los húngaros aprenden a cantar en la escuela. Los coros forman parte de su vida con la misma rutina con la que se reúnen en los afamados cafés de la capital del Danubio. Los conciertos abundan por doquier, y familias enteras – tuve ocasión de comprobarlo en primera persona – acuden a la ópera desde las ciudades limítrofes dedicando parte de su fin de semana a disfrutar juntos, por ejemplo, de la música de Donizetti. En tan solo cuarenta y ocho horas un servidor pudo asistir a tres conciertos – también de jazz – y dos óperas, como la magistral Cosí fan tutte de Mozart al irrisorio precio de dos euros en el edificio histórico en el que dirigiera Gustav Mahler. Sin grandes figuras internacionales, cierto, pero en una producción de altísimo nivel y con el teatro lleno en cada función, en un encomiable ejemplo de sostenibilidad. Y es que en Budapest la gente no va a la ópera a dejarse ver, sino a escuchar una música que conoce y respeta porque se la enseñaron en la escuela.

Un estudiante en Budapest puede acudir a docenas de actividades culturales, muchas veces gratis, y siempre a precios que solo podemos calificar de simbólicos. Hungría les cuida con mimo porque sabe que ellos construirán su futuro, y que solo con la mejor formación, con el acceso a los mejores medios, y con el contacto con las mejores manifestaciones culturales, crecerá en ellos la necesidad de mantener, si no acrecentar, el espíritu crítico y el conocimiento, bases del desarrollo social. Se trata tan solo en resumen de algo tan sencillo como fijar prioridades.

De vuelta a España le inunda a uno la sensación de que, a pesar de contar con considerables medios, es la falta de empeño por diseñar planes educativos consensuados, planteados a varias generaciones vista, y ajenos a los vaivenes políticos de turno, la que nos mantiene alejados en este campo de los ejemplos de éxito de nuestros vecinos del este. Esa inquietante sensación de ausencia de objetivos, de dar palos de ciego. Como dicen nuestros abuelos, de ir tirando para llegar no sabemos muy bien dónde.

[Publicado en el Diario de Ávila el 19 de Octubre de 2014.]

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