Te sientas en la butaca. Las luces de la sala se atenúan. Toses, resuellos, móviles que se apagan emitiendo toda suerte de musiquillas. Por fín, el silencio. Y tras unos segundos, el arte. El intérprete, bajo la atenta mirada del público, desnuda su alma sobre un texto que una brillante sensibilidad creadora parió un bendito día. El arte sin embargo tiene sus riesgos, aunque éstos no son un inconveniente sino, a mi modo de ver, una necesidad. El público acude a la sala asumiendo el riesgo de que lo que va a presenciar no cubra sus expectativas, porque tal vez las rebase. El intérprete hace lo propio ofreciendo una manera de recrear la obra desde la subjetividad de su punto de vista personal, que puede emocionar, o aburrir. Si estos riesgos no acontecen el hecho artístico se ve mermado hasta casi desaparecer. El riesgo dota de alma al arte. El artista recorre sinuosamente los límites, juega con ellos, ahora bordeándolos, ahora sobrepasándolos sutilmente, consiguiendo que lo que hasta ese momento era non plus ultra se convierta gracias a él en común deleite para los sentidos.
Ello supone necesariamente desterrar el miedo. Preguntado por una periodista al respecto, un octogenario Arthur Rubinstein afirmaba que el precio que pagaba por todo lo que tenía – una vida dedicada al piano, una mujer que lo amaba, el público rendido a sus pies y el New York Times considerándolo uno de los mejores pianista del siglo XX – eran los nervios que pasaba antes de cada concierto. Heinrich Neuhaus, pianista maestro de maestros como Sviatoslav Richter o Emil Gilels, dice en su libro El arte del piano que este miedo no lo es al fallo, sino respeto al público, responsabilidad ante la trascendencia de lo que se tiene entre manos, que no es otra cosa que las más altas creaciones del ser humano. Como para no estar nervioso. Sólo la valentía del auténtico artista puede superar esta de otro modo infranqueable barrera.
Riesgo. Respeto. Responsabilidad. Valentía. Cuando muchos tecnócratas cuestionan qué es lo que el arte aporta a la sociedad, convendría recordarles que estos conceptos que tan poco iluminan las páginas de nuestros periódicos gracias al talento de ladrones, estafadores y sinvergüenzas, son la base de la sociedad. Uno de mis profesores decía que hay tal vez más filosofía encerrada en un cuarteto de cuerda de Beethoven que en un tratado de Kant. Posiblemente la Pasión según San Mateo de Bach haya despertado la fe de muchos que de otro modo nunca habrían leído la Biblia, añado.
Lamentablemente todo se ve cada vez más contaminado por este miedo al riesgo. Pseudoartistas en los cálidos brazos de las todopoderosas productoras llenan los programas de televisión. Los auditorios se pueblan de impecables ejecuciones que lo son por buscar la infalibilidad, en lugar de la originalidad o tratar de conmover al oyente. Desnaturalizamos el arte como desnaturalizamos un día la política. Del mismo modo que el no-artista no arriesga en el escenario, el no-político ofrece un discurso en play-back en la tribuna de oradores. No hay riesgo, no hay pasión, no hay valentía. Seguramente porque tampoco hay verdad. Solo vacías acrobacias musicales o retóricas frases estudiadas al milímetro para agradar a todo el mundo, garantizando que todo quede como está, que nada cambie. En nuestras manos está demandar que esto no sea así. Ya sea uno ávido lector, melómano consumando, o sufrido contribuyente.
[Publicado en el Diario de Ávila el 2 de Marzo de 2014.]