Reivindicando la belleza

Hace unos días asistí a la proyección de la última película de David Trueba, titulada Vivir es fácil con los ojos cerrados. No haré aquí una crítica de la película porque no soy experto en cine, pero sí me gustaría compartir con el lector las sensaciones que para el público creo que busca transmitir – en mi caso con éxito – la cinta. La historia no tiene mayores pretensiones, pero es la naturalidad con que los personajes la relatan, la sencillez y el optimismo que trasluce todo el film, lo que le deja a uno esa sensación de haber saboreado una auténtica obra de arte con guarnición de palomitas.

Que nadie piense que el arte conmueve solo ocultos rincones – un neurofisiólogo podría describirlo seguramente mucho mejor que yo – en la psique de unos pocos elegidos. Las interminables colas en los grandes museos son un buen ejemplo. Ahora bien: solo en un entorno propicio puede éste transmitir la emoción que encierra. Iría aún más allá, afirmando que el arte tiene la capacidad de transformar la realidad, situándola en un punto mucho más cercano a la auténtica naturaleza humana. Sea como fuere, en entornos afines u otros más hostiles, el papel del arte en una sociedad sana es de capital importancia.

Es conocido que los artistas – hablo de los que realmente lo son, y no los que se jactan de serlo, que para el caso carecen de todo nuestro interés – gustan de rodearse de entornos propicios: amantes de la buena mesa, de una agradable conversación en torno a los amigos, en un lugar con bonitas vistas. Esto, lejos de ser una frivolidad, es el caldo de cultivo en el que el auténtico arte puede acontecer: mens sana in corpore sano, aplicado aquí a la sensibilidad. Si esto lo aplicamos también – porque es pieza indispensable en el proceso – al público, tenemos todos los ingredientes para que la cosa artística tenga visos de éxito.

Sin embargo, el entorno hostil por el que transitamos a diario, tanto el espacio físico como – mucho más importante – el intelectual y anímico, suele apartarnos de estos ideales que, por naturaleza, el ser humano anhela. Los sórdidos pseudodebates de los platós de televisión, nuestros a menudo inhóspitos entornos de trabajo – los que aún tenemos la fortuna de mantenerlos -, el bombardeo continuo de los medios de comunicación que se esfuerzan en distraer nuestra atención hacia temas interesados y no interesantes, no nos dejan pensar con claridad, reflexionar y descubrir el placer de decidir bajo nuestro propio criterio. No somos capaces de escucharnos a nosotros mismos.

Convendrá conmigo en que a todo el mundo le gusta lo bueno: nadie renuncia a una opípara comida, ni a la preceptiva siesta posterior, por poner dos ejemplos por todos conocidos. ¿Como puede ser entonces, créanme, que tanta gente no haya aún disfrutado de las excelencias de una sinfonía de Mozart, una Cantata de Bach o un cuarteto de cuerda de Beethoven? Seguramente porque no interesa que lo hagan. Porque dicen que es caro – como si deshumanizar a las personas no lo fuera mucho más – , o poco rentable.

El arte es para todos los públicos, aunque para que pueda ser comprendido, paladeado, y en definitiva disfrutado, como la buena mesa y la siesta, necesita ser propiciado por ese estado de bienestar que vaya usted a saber qué es para los que lo cacarean. No hablo aquí de elitismo, sino de todo lo contrario: la belleza esta en todas partes. Si se destinaran la mitad de los recursos que se gastan en vender lo que se empeñan en encajarnos como bueno a buscarla, cultivarla y transmitirla, otro gallo nos cantaría. Es patrimonio de todos, algo que nadie nos puede arrebatar. Nuestro último remanso de humanidad.

Y es gratis.

[Publicado en el Diario de Ávila el 17 de Noviembre de 2013.]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *